La traición es un plato que solo puede servirse en casa, por los de casa, para los de casa. Es un guiso cuyo ingrediente principal es el deber de lealtad no cumplido.
El enemigo no traiciona, actúa conforme a sus propias lealtades y estas no incluyen a su enemigo.
Por eso es que el delito de traición a la patria es solo para los nacionales. Los extranjeros pueden ser saboteadores, espías, terroristas; nunca traidores.
Hay tres tipos de traidores, cada uno más vil que el anterior:
Los hay que traicionan por convicción a una causa como el grupo de militares que intentó matar a Hitler para poder terminar la guerra y salvar a su país de la ruina y la derrota, como Mosab Hassan Yousef, hijo del fundador de Hamas, que espió contra su padre y sus amigos porque estaba convencido de que el terror no era el camino hacia la paz.
Los hay que lo hacen a cambio de una ganancia como el abogado que vende a su cliente, el que le roba a sus socios, el empleado que obtiene una comisión de lo que compra la empresa, el que se da a la novia de su amigo.
Y los hay traidores que ni por lo uno ni por lo otro, que lo son por el gusto, porque su mamá nunca se dio el tiempo de enseñarles el valor de la lealtad.
¿Y la lealtad hacia el traidor? No lo sé. Yo creo que la traición ajena no justifica la propia, que la lealtad está en uno, viene de uno, es por el bien de uno. Hasta el traidor tiene derecho a un juicio justo, a no ser fusilado en el acto.
A propósito de su fábula Cincuenta liberales ciegos, envié por tuit a la gran Sabina Berman el texto Liberalism is the most successful idea of the past 400 years publicado por The Economist como respuesta al libro Why Liberalism Failed de Patrick Deneen.
No voy a reseñar el libro de Deneen ni resumir los artículos del Economist y Sabina. Ahí están los vínculos, échales un lente.
Sabina generosamente respondió a mi tuit y, con el genio de siempre, dio con el punto flaco del liberalismo: la traición de los que se dicen liberales.
Y tiene razón.
Lo que está matando al liberalismo y a las democracias liberales es la traición.
No es solo que la igualdad de oportunidades ha producido una nueva aristocracia meritocrática, ni que los avances tecnológicos están reduciendo cada vez más áreas de trabajo en trabajos pesados sin sentido, ni que la democracia ha degenerado en un teatro del absurdo en el que los pueblos votan por gobernantes autoritarios.
No. El problema es la traición.
Traición como la que estamos viviendo en México.
Al grito de Primero los Pobres, los pobres se han ido quedando sin gasolina, sin seguro popular, sin medicinas, camas en hospitales, doctores; sin estancias infantiles, ni libros de texto gratuitos, ni tratamientos para cáncer, ni refugios para mujeres, ni antiretrovirales para el tratamiento de HIV; sin Prospera, ni becas para estudiar en el extranjero, ni investigación científica de calidad; sin Arieles, ni Diosas de Plata, ni estímulos para el cine mexicano; sin una agencia de noticias imparcial que no sea un órgano de propaganda del Estado; sin energías limpias y renovables; sin aumentos reales en salario y poder adquisitivo, ni bajas tasas de interés, ni educación de calidad impartida por maestros capacitados y evaluados; sin elecciones confiables, sin abrazos, con balazos.
Todas estas han sido banderas de la izquierda liberal; todas han sido traicionadas.
A cambio tenemos 500 millones para el béisbol, la primera piedra de una refinería que es obsoleta desde antes de nacer, un sistema de aeropuertos múltiples que (si acaso) va a llegar a su potencial en el 2069, un tren que arrasará con la biosfera y las comunidades indígenas a su paso, una red de beneficiarios clientelares contada, censada y administrada por los Siervos de la Nación militantes del partido en el poder, adjudicaciones millonarias opacas, directas a los cuates de confianza.
Todas estas prácticas han sido el enemigo histórico de la izquierda liberal; el enemigo que creíamos vencido.
Tiene razón Sabina. El problema es la traición.