
Atada. Así está. Al menos, así se siente.
Un marido. Dos hijos, una niña y un niño. La finca familiar, vuelta a su gloria de generaciones pasadas.
Las mañanas de yoga, pilates, spinning o la moda fitness del mes. El desayuno con las amigas, más esposas de los amigos de Manuel, que amigas suyas.
Después el café con su suegra y Ágatha, su cuñada.
Delgados lazos que la amarran.
En tardes grises como ésta, de llovizna suave y constante, Cirila goza de sacar la cara por la ventana, sentir las gotas que salpican su cara. Abre la boca y puede, apenas, sentir el sabor a sal sobre sus labios.
Ésta es lluvia de mar, como la de hace todas esas vidas.
Sus hijos, de 10 y 8, conocen el mar, pero no con ella. Con su marido ha ido una sola vez. Esa, la que le bastó para nunca más volver.
–Tanta inmensidad no me gusta, me da un no sé qué, que qué se yo. Ansiedad, nausea. Ve tu Manuel, lleva a los niños y ya me cuentas.
Pero si sabe.
No va, porque si sabe.
Sabe que si ve el mar una vez más es capaz de no volver.
De montarse a una lancha de pescador y zarpar a donde las olas la lleven, dejando a Manuel, a María y Carlitos detrás, sin siquiera voltear a despedirse o de cortarse el cabello a ras y vestirse de hombre como lo hizo aquella vez que se apuntó de marinero en un barco mercante, de esos que cruzan el océano y traen el mundo a la isla.
El barco mercante la dejó varada en su segundo puerto, cuando uno de sus compañeros cayó sobre de ella a oscuras en la hamaca, rompió de un tajo su camisa y encontró sus senos, pequeños, pero senos. Eso y el fierro del cuchillo que clavó Cirila en su garganta.
Siete años fue del mar y el mar de ella, con su sabor en la boca, a veces llovizna como la de hoy sobre su piel, otras la furia de la tormenta.
Fue la noticia de la quema de la finca lo que la trajo a puerto.
Para cuando llegó solo había el casco de la casa y un llano, ambos cubiertos de hollín y cenizas. Un día, sin más, ardieron los alambiques y con ellos todo y todos, excepto papá, quemado y ciego.
Fue hora de quemar los pantalones, y la gorra de marino. Vestir la falda, la blusa, el corsé; de dejar crecer su cabello rubio como el trigo. Hacer las veces de la niña vuelta del extranjero.
Con el tiempo llegó Manuel, llegaron los niños, llegaron los hilos.
Y llegaron las tardes de lluvia salada como la de hoy, en las que saca la cabeza por la ventana, deja que el mar, ese viejo amor de siempre y nunca, la pruebe, la acaricie, le susurre al oído que la extraña.
📷 Allan Fis
🖋 Alberto Mansur