Extraño el México de hace tres años. Extraño México que vi y viví el 19 de septiembre de 2017. Extraño el México en el que lo que nos unía era mucho mayor, mucho más importante, que lo que nos separaba.

Ese día por la mañana sonó la alerta sísmica.

Abandonamos edificios públicos y privados. Salimos a la calle y los puntos de reunión, siguiendo a los encargados designados con sus chalecos fosforescentes.

Chacoteamos un rato, algunos viendo nuestros relojes para poder continuar con nuestras actividades del diario, todos con los ojos puestos en nuestros teléfonos.

Cumplida esa ofrenda de tiempo a los dioses chilangos, procedimos a nuestros rituales cotidianos: la marcha de la semana en Reforma, comprar chicles en los carriles centrales del periférico, pedir quesadillas con queso.

Pasaron dos horas y BOOM.

Que retiembla en su centro la tierra.

No hubo alerta sísmica. Tampoco hubieron chaperones con chalequito fosforescente que conservaran la calma. Muchos corrieron aún después del ensayo de la mañana. La mayoría no. No hubo muertos ni heridos lastimados durante las evacuaciones, aún con algunos tropiezos.

El terremoto estuvo MUY cabrón. MUY. CABRÓN.

Apenas una semana antes habíamos tenido otro y nada, no se rompió ni un vidrio.

–Caray, cuanto hemos aprendido en los 30 años del Temblor para acá –me dijo un amigo ingeniero–. No se cayó nada. La Ciudad aprendió su lección.

… y pues no. Resultó que no habíamos aprendido tanto como creíamos. Cientos de construcciones afectadas; muchas derrumbadas. La Ciudad herida.

Resultó, también, que si.

Salimos a la calle. Salimos a ayudar a quién fuera y como fuera. Salimos, porque salir era preciso.

Salimos como uno, no como chairos, fifis, pejezombies, antipejes, neoporfiristas, postcardenistas, liberales, conservadores NI NINGUNA OTRA DE LAS ETIQUETAS QUE DESDE PALACIO NOS HAN PUESTO Y HEMOS DEJADO QUE NOS PONGAN.

No. Salimos como MEXICANOS, al grito de guerra, pues la tierra había retumblado en sus centro, y era momento de aprestar el acero y los huevos.

La gente que vimos las construcciones caer no dudamos en lanzarnos de inmediato sobre ellas, sin equipo, sin entrenamiento, sin herramienta.

Había que sacar a los que estuvieran dentro.

Llegó el olor a gas, ese que siempre acompaña a las tragedias.

–Apaguen sus cigarros y motores. Nadie fume. Nadie prenda nada, ni la luz.

–¿Cuál luz? No hay luz.

No había. O se cayeron los cables o la cortó la CFE, no lo sé.

Llegó el Cuerpo de Bomberos. Llegó la Marina. Llegó el Ejercito. Llegó la Policía. Llegaron los Topos. Los voluntarios ya estábamos ahí, pero seguimos llegando. No paramos de llegar.

Llegamos cuando y como pudimos porque el infernal tráfico que padecemos los chilangos terminó de colapsarse con las construcciones que se cayeron. Todo mundo queriendo llegar a todos lados.

Las lineas de teléfono se saturaron, como lo hicieron las pocas que quedaron en pie en el ’85. No fue problema. La red estaba de pie. Todo mundo pudo comunicarse tarde que temprano con sus seres queridos por mensajes de texto.

–¿Estas bien? ¿Todo bien? ¿No se cayó nada? ¿Ya supiste de los niños? ¿Tienes noticia de tus papás? ¿Sabes algo del perro?

Esas y todas como esas eran las preguntas que se reproducían entre los chilangos. Para la inmensa mayoría la respuesta era un SI, seguida de un respiro de alivio.

No lo fue para todos.

Fueron muchos los muertos, 26 de ellos son niños que fueron aplastados por los escombros de la escuela Enrique Rebsamén.

Si, de su escuela.

Del lugar seguro al que sus padres los enviaron ese día por la mañana a aprender a leer, a escribir, a sumar.

Ahora hubo que restar.

A esos niños los mataron las piedras, los mató también la corrupción. La dueña que hizo construcciones fuera de la norma ya fue declarada culpable. La delegada que se hizo de la vista gorda sobre esas construcciones hoy es Jefa de Gobierno y precandidata a Presidente. Hasta la basura se separa.

Están también los que perdieron sus casas, sus lugares de trabajo, los espacios que les brindaban tranquilidad y cuidaban de su porvenir. Ese patrimonio que iban labrando con el tiempo y con su esfuerzo.

Ni qué decir de los que perdieron a un ser querido o de los que fueron sacados de las ruinas sin un brazo, una pierna, un ojo.

Su vida, aunque vivos, no será jamás la misma.

Por la noche los esfuerzos eran más organizados.

Estaba, por ejemplo, el centro de acopio improvisado en la esquina de Sonora e Insurgentes. Ahí había de todo. Toneladas de botellas de agua. Pacas de ropa y cobijas. Latas sobre latas sobre latas sobre más latas de comida. Picos. Palas. Gente. Había gente para aventar para arriba y un poco más.

Mucha de esa gente caminamos unas cuadras hacia adentro de la Roma.

Era la esquina de Medellín y San Luis Potosí donde se derrumbó un edificio. Éste se cayó horas después del temblor, ya llegada la noche. Cuando se desplomó tenía que haber estado vacío, pero no lo estaba. Protección Civil lo había evacuado y, algunas personas, al ver que se sostenía, entraron de vuelta.

Ahí estaba el ejercito.

Ese ejercito al que usamos para todo, que nos sirve y protege lealmente, al que mandamos a la guerra contra el narco y a servir de policía. El ejercito al que miramos con recelo y al que miramos con alivio y esperanza cuando la naturaleza nos golpea son su fuerza. El ejército sobre el que hoy el Presidente sostiene a su gobierno y al que soborna con jugosos contratos y aduanas.

Ahí estaba la policía capitalina, también. Los azules. Los que los chilangos vemos siempre con sospecha y a los que tachamos al parejo de corruptos.

Ahí estaban los rescatistas. No sé si eran Topos, los muchachos de CADENA o algún otro grupo, pero ellos si sabían lo que hacían. Montados sobre las ruinas con sus perros y sus faros. Arriesgando la vida para encontrar y salvar vida.

Ahí estábamos los voluntarios. Picando piedra. Removiendo escombros. Acarreando cubetas a los camiones que llegaban, se llenaban, se iban, llegaban más.

De pronto los rescatistas levantaban los puños.

Era una ola de puños en alto. Una ola silenciosa que recorría a la multitud, nos callaba, nos paralizaba.

Bajaban los puños.

Volvía el ruido y el movimiento.

Así toda la noche. Así toda la ciudad. Sin colores, sin etiquetas, sin divisiones, sin vitacilina, sin —Ahora dilo sin llorar. Éramos todos para uno y uno para todos.

La mañana del 20 llegó con zonas acordonadas y vaciadas. Calles cerradas por la delgada e imponente autoridad de una cinta amarilla que no requería de resguardo.

Los chilangos seguíamos organizándonos.

Albergues brotaron como hongos en humedal.

Centros de acopio repartidos por toda la ciudad.

Restaurantes y cafés sirviendo comida caliente sin costo a damnificados, rescatistas, voluntarios, policías, bomberos, soldados.

Las redes sociales inundadas de llamadas de ayuda y respuesta inmediata y desbordada.

–Se necesita esto aquí y ahora.

–Va para allá.

Fue tal la respuesta que los centros de acopio y de rescate se desbordaron.

Filas enteras de voluntarios esperando su turno para poder ayudar.

Montañas de equipo de rescate que se fueron consumiendo con el esfuerzo sostenido por el paso del tiempo.

Comida y abrigo para quien fuera a necesitarlo. Medicinas también.

Fue tanto que los chilangos empezamos a llenar camiones para mandar a Morelos, a Oaxaca, a Puebla, a Chiapas. La generosidad de nuestra gente alcanzó para todos. Veintidós millones de corazones, de pares de manos dispuestas a hacer por nuestro prójimo lo que nuestro prójimo haría por nosotros.

Y llegó la lluvia.

Y valió madre la lluvia.

Como si estuviera el sol resplandeciente y una brisa de verano, los chilangos seguimos ayudando.

Las zonas de desgracia empezaron a llevar nombre y apellido.

Álvaro Obregón.

Amsterdam.

Tlalpan.

Medellín.

Xochimilco.

Escocia.

Portales.

Enrique Rebsamen. Pinche escuela Enrique Rebsamen y sus dueños y sus autoridades corruptas; mal rayo los parta a todos esos hijos de las mil y una brujas.

Lo mismo trajo consigo el día siguiente y lo mismo el de después y lo mismo siguieron trayendo los días.


Bueno, no lo mismo.

El lunes la ciudad empezaba a regresar a la normalidad o, más bien, a lo que aquí pasa por normalidad.

La mayoría regresamos a nuestros trabajos. Algunos niños a sus escuelas. Los contingentes internacionales a sus países. La gente a su rutina diaria.

Habíamos demostrado que la nuestra es una ciudad que se cae, pero no se rompe.

Demostramos que lo que nos une es mucho más que lo que nos separa. Ante la adversidad, los chilangos fuimos capaces de cerrar los ojos a nuestras diferencias.

Joven, viejo, ella, él, pobre, rico, medio, empresaria, soldado, albañil, estudiante, policía, doctor, ama de casa, papá soltero, abogada, electricista, violinista, paramédico, ingeniera, pintor, escultora, cocinero, de izquierda, de derecha, de centro, conservadora, liberal, capitalista, comunista, socialista, anarquista, científico, religiosa, culta, ignorante, justas, pecadores, honestos y no tanto. Todos. Todos estuvimos ahí.

Caídos pero no rotos, no, muy lejos de rotos. Caídos, pero enteros, levantándonos los unos apoyados en los otros.

Hoy en México estamos pasando una desgracia peor que el temblor de hace tres años. El COVID ha apagado 70 mil vidas, ha destruido el patrimonio y sustento de millones.

Y sigue la mata dando. Sigue el virus desatado. Siguen más enfermos, más muertos.

Pero ya no tenemos eso que teníamos hace tres años. La unión que sirvió para rescatarnos de los escombros se ha disuelto en el ácido venenoso que se escupe todos los días desde Palacio. El rencor. La polarización. Las divisiones.

Pareciera que ya no somos todos mexicanos. Somos de izquierda o de derecha, corruptos u honestos, creyentes o paganos de la 4T, adversarios o aplaudidores, fifis o chairos, liberales o conservadores, neoliberales traidores o estatistas patrióticos, twitteros, fesibuqueros, abajo-firmantes; convencidos a ultranza del gobierno, te-lo-dijistas, arrepentidos.

Somos todo, menos lo que debiéramos ser: mexicanos.

Si, extraño el México de hace tres años. Extraño México que vi y viví el 19 de septiembre de 2017. Extraño el México en el que lo que nos unía era mucho mayor, mucho más importante, que lo que nos separaba.

Es momento de volver a ese México, al México unido. De tendernos la mano sin descalificaciones ni calificaciones previas, de celebrar nuestra diversidad y saber que es en ella donde reside nuestra fuerza.

El reto es enorme. Es dejar de vernos como adversarios –o, peor, como enemigos–, o como pendejos embelesados con privilegios pasados o igualdades futuras. El reto es reconocernos el uno en el otro y, aunque tengamos diferencias, son más importantes nuestras similitudes.

En los derrumbes el puño en alto era señal de silencio y de quedarse quietos. Era, también, una señal de fuerza y esperanza. Que sirva ahora, con la misma fuerza y esperanza, para alzar la voz, para gritar a todo pulmón ¡AQUÍ ESTAMOS, MEXICANOS! Vamos juntos.

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