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Del Chavo del 8 aprendí cosas clave para mi vida. Cosas como que la piel de vaca sirve para que no se desparrame lo de adentro, que lo primero que hizo Cortés tras poner un pie en América fue poner el otro, que las señales de tránsito no sirven de nada porque los carros no saben leer, que los cinco continentes son tres, Europa y América; que las islas están rodeadas por agua por todas partes, menos la de arriba, excepto cuando llueve, pues entonces también está rodeada de agua por arriba.

Aprendí que es posible para un viejo doctor llevar en una bolsa de papel las malas intenciones para que no se escapen, que los superhéroes pueden ser más rápidos que una tortuga, más fuertes que un ratón y más nobles que una lechuga, que no hay villano que no pueda vencerse con una combinación de pastillas de chiquitolina, un chipote chillón, una corneta engarrotadora y unas antenitas de viníl para detectar la presencia del enemigo, que solo basta decir –Ahora, ¿quién podrá ayudarme? –para que alguien con un corazón enorme aparezca a tenderme una mano.

Supe que Tangamandapio es un pequeño pueblito con querepusculos arrebolados, cuna de excelentes carteros, que no hay de queso, nomas de papa; que a veces las cosas se hacen sin querer queriendo, que la gente sincera como dice una cosa dice otra, pa’ que les digo que no si si.

El Chavo me enseñó que una bruja solterona, la viuda de una marino –que descansa en pez y no en paz porque se lo comió un tiburón–, un cartero anciano y un padre soltero sin oficio ni beneficio coincidieron en una bonita vecindad (que no vale dos centavos, pero es linda de verdad) donde la opulencia del casero barrigón (que, por cierto, se parecía a mi abuelo Jose), la aspiración clase mediera de la viuda enamorada del maestro de su hijo y la pobreza del vago desempleado no eran obstáculo para que sus hijos fueran amigos entre ellos y, sobre todo, del niño que no tenía nada, ni padres, ni casa, ni nombre siquiera, que vivía en un barril soñando con una torta de jamón.

Aunque lo sospeché desde un principio, confirme que nunca hay que dejar que panda el cunico, que todos los movimientos de uno deben estar fríamente calculados, que perro que ladra jamás su tronco endereza, que los malos nunca cuentan con mi astucia, que para emprender cualquier camino hay que decir –¡Síganme los buenos! –porque uno quiere siempre hacerse acompañar del bien y no del mal, que hay gente que se aprovecha de mi nobleza, que valor no consiste en carecer de miedo sino en superar el miedo.

Claro que por supuesto que desde luego que si me enseñó también que se pueden desacalabrar los cachetes, que a veces a uno lo lleva el chanfle y, bueno, pero no se enoje, mejor tómelo por el lado amable, que las chilipiorcas se curan con un golpe fuerte en la espalda, que hay vecinas que siempre necesitan compañía aunque digan que lo que quieren es una tazita de azúcar, que la gente sigue diciendo que tu y yo estamos locos.

Chespirito pretendio tratar de querer insinuar que la letra CH es la fuente inagotable de la que emana toda la sabiduría nacional. El Chavo, El Chapulín Colorado, La Chilindrina, La Chimoltrufia, El Chómpiras, El Chanfle, El Dr. Chapatín, Los Chifladitos y Chaparrón Bonaparte, la chiquitolina, el chipote chillón, el chanfle, se chispoteo, la chusma, la chiripiolca, la chancluda.

Ayer se fue Roberto Gomez Bolaños como antes se fueron Ramon Valdes, Angelines Fernández y Raul Chato Padilla pero no el Chavo, ni don Ramón, ni la Bruja del 71, ni Jaimito el Cartero. Ellos viven junto con la Chilindrina y su Bizcabuela, el señor Barriga y su hijo Ñoño, doña Florinda, su hijo Quico y su sobrina Popis aquí, en mi corazón, en la Vecindad del Chavo.

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