Cuando tenía 16 o 17 años la banda Counting Crows sacó su primer álbum, August & Everything After. En él hay una canción llamada Omaha que abre con estos versos:
Start tearing the old man down,
Run past the heather and down to the old road.
Start turning the grain into the ground.
Roll a new leaf over.
In the middle of the night, there’s an old man treading around in the gathered rain.
Hey mister, if you’re going to walk on water
Oh, could you drop a line my way?
Algo había en esos versos que capturó mi imaginación. ¿Por qué alguien querría destruir a un viejo? ¿Por qué el viejo da vueltas por la noche alrededor de un charco?
Empecé a escribir la historia de éste viejo a quien llamé Eustaquio. No llegué a más de 10 páginas.
La llama estaba encendida.
Desde entonces no he parado de imaginar historias, algunas de ella incluso llegué a delinearlas, a inventar a los personajes, a escribir frases que dirían. Nunca llegué a mucho. No tenía la disciplina, el tiempo, ni la concentración de sentarme a escribir toda una novela.
Hasta que las tuve.
Imaginé una historia en la que la mafia italiana y la rusa, cada una, respaldaba a un candidato a la presidencia de los Estados Unidos y competían como compiten las mafias (a balazos y otras mañas) para ver quién ganaba. Esa historia la escribí en inglés, se llama The American String y la terminé justo en la semana que nació mi segunda hija, casi un año después de empezar.
Nadie la quiso.
Busque por cielo, mar y tierra algún agente que estuviera dispuesto a representarme para venderla a una casa editorial. Ninguno levantó la mano. Se la di a un amigo cineasta para que la hiciera película. Dijo gracias, pero no gracias. Tal vez la novela no es buena, no lo sé. Mi orgullo de autor no me deja verla así.
Pasó el tiempo. Intenté otras historias, también en inglés, que no terminé. De alguna forma el fantasma de no haber publicado The American String no me dejaba terminar. Todo ese esfuerzo, todo ese tiempo, ¿para qué?
Un día en un avión el olor era terrible. Cerré los ojos y de inmediato vino a mi la imagen con la que abre Lo que mata no es la bala. “Lo primero es el olor a mierda”. De ahí vino el resto. Decidí hacerla en español y fue mucho, mucho más divertido. Veinte años más tarde pude escribir otra historia, de otro Eustaquio, que si pude terminar. No solo terminarla, la publiqué. Aquí está. A diferencia de The American String, ésta sí encontró una casa editorial que se arriesgara con ella. Según mis instrucciones para cuando me muera, ya por lo menos hay uno de mis libros que pueden echar conmigo.
Escribir una novela es como tener una amante celosa. Quiere todo tu tiempo. Cuando estás con tu familia, cuando estás en el trabajo, cuando estás con los amigos. La historia está siempre montada sobre tu hombro. Te susurra las escenas que has escrito, las que te faltan por escribir. Ves a tus personaje en todos lados, tomas frases y situaciones de todas partes. No puedes esperar la hora de sentarte en tu escritorio y ponerte a escribir todas las brillantes ideas que has pensado.
Llega el momento. Te despiertas de madrugada. Te sientas. Tienes una hora, tal vez hora y media de absoluta quietud y soledad en la que puedes darte gusto.
Y nada.
Miras la hoja blanca en la pantalla y sabes que tu novela está haciendo berrinche porque no le has puesto la atención que quiere que le pongas.
Finalmente la historia vuelve a fluir.
Te pierdes en el mundo que crees que tú creaste, escribes lo que los personajes te dictan que escribas. Vas a medio párrafo, estás en llamas. Suena la alarma. Es hora de despertar a las hijas para ir a la escuela y no llevas ni un tercio de lo que pensaste que ibas a escribir ese día. Ya será mañana, te dices, sabiendo que no, que mañana hay que ir al Box y que, con suerte, será hasta pasado mañana.
Luego viene la incertidumbre, la duda. ¿Está buena? Peor, viene el hartazgo. —Estoy hasta la madre de ti —le dices. La quieres abandonar. Te frustras. No sabes adónde va. No sabes cómo llegar a donde quieres que vaya.
Estuve a punto de dejarla.
En la desesperación llamé a mi amiga Yael Weiss que en ese entonces trabajaba en el Fondo de Cultura Económica. —Yael, yo sé que pedirle a alguien que lea tu manuscrito es como pedirle que te acompañe al dentista y, de paso, también sienta el taladro en la boca pero, ¿te importaría leer el mío? No sé si terminarlo o no.
Ella, con toda generosidad, dijo que si. Dos semanas más tarde me llamó y me dijo una sola palabra: termínalo. Bueno, me dijo más que eso. Me dijo que me recomendaría a Michael Gaeb para que me representara.
Lo hice, la terminé. Lo hizo, me lo presentó. Gaeb decidió representarme y un año más tarde logró que Ediciones B la comprara.
La verdad es que no sé de dónde vienen mis ideas. Lo que mata no es la bala es una historia sobre el poder, sobre la ambición, sobre las relaciones entre los políticos, los negocios, el narco, los medios. Sobre todo, es una novela sobre cómo los sueños a veces se cumplen en pesadillas.
Es, también, una historia ligada con la música. Eustaquio Méndez sueña con ser periodista de rock y el rock lo acompaña toda la novela.
Los libros son caminos hacia lugares nuevos que a veces reconocemos en nosotros mismos. Son ventanas que nos dejan ver otras vidas, otros mundos, otros seres. También nos dejan ver algo de lo que hay dentro del autor. El cine nos tiene acostumbrados a que todo lleva un soundtrack, a que la música nos dice algo de la escena que estamos viendo.
Lo que mata no es la bala es así. Los nombres de cada escena son un playlist, un soundtrack de la historia. Quienes lo lean y escuchen la música que lo acompaña (aquí está en Spotify) tendrán una ventana sonora a lo que hay entre sus páginas. ¿Quién sabe? Puede ser que con la música y la historia nos asomemos el uno al otro y el otro al uno.