Somos esclavos, privados de todo derecho, expuestos a cualquier insulto, condenados a una muerte segura, pero aún tenemos un poder, y debemos defenderlo con todas nuestras fuerzas, ya que es el último: el poder de negarles nuestro consentimiento. —Primo Levi.
Quienes estuvimos ahí, no podemos salir. Quienes no estuvieron ahí, no pueden entrar. —Primo Levi.
Estuve en Birkenau. No estuve en Birkenau. Birkenau.
Birkenau, mejor conocido por su primer nombre: Auschwitz. Auschwitz-Birkenau.
Birkenau. Una fábrica cuyas utilidades se cuentan no en lo que produce sino en lo que destruye.
Entré hoy por la misma puerta que entré entonces. La misma vía. La misma plaza.
Hoy fui escogido para la vida. Un millón de ayeres lo fui para la muerte.
Hoy salí caminando, otras veces por la chimenea. Salí con vida de ese templo de la muerte.
Llegábamos en vagones de carga. Días, semanas, sin comida, sin agua, sin poder movernos ni sentarnos. Cubiertos en nuestro sudor, nuestro vómito, nuestra orina, nuestra mierda. Rodeados de nuestra muerte.
En la rampa de día, de noche, bajo el rayo del sol quemante, sobre la nieve, el viento cortándonos la piel, la lluvia colándose por nuestros poros.
La rampa donde guardias vestidos de negro nos gritan en un idioma que no entendemos órdenes que no comprendemos.
La rampa donde nos ladran los perros.
La rampa donde la derecha significa la muerte inmediata. Donde la izquierda significa la muerte mañana.
Vemos las barracas. La vista no nos alcanza para ver tantas barracas. Barracas rodeadas de alambres de púas que zumban con la corriente eléctrica que las recorre.
Llegamos a las regaderas. Los esqueletos uniformados a rayas no se atreven a mirarnos a los ojos.
Nos quitan la ropa. Ropa. Harapos, apenas. Zapatos viejos, agujerados, abiertos, sin suelas.
Entramos apretados a las regaderas. Cierran las puertas. Esperamos el agua. Lo que sale es gas. Los más afortunados morimos de inmediato. Los menos tardamos veinte minutos.
Los sondercomandos entramos por los cuerpos. Los revisamos. Buscamos en sus bocas, sus vaginas, sus anos. A veces encontramos una moneda, una piedra, un día, una semana de vida.
Desinfectamos la ropa.
Apilamos los cuerpos en los crematorios.
Tardamos más en quemar a nuestros hermanos que el gas en matarlos.
Un día haremos estallar el crematorio cuatro. Las mujeres de la fábrica de pólvora llevan un año sacando de apoco un dedal, lo que cabe en los pliegues de una falda, lo que alcanzan a rociar en sus cabellos.
Un año. La bomba estalla. El crematorio queda inservible. Los alemanes están furiosos. Darán con ellas. Las colgarán apenas tres semanas antes de que los rusos lleguen a liberar el campo.
Volvemos a las barracas. Pasamos por los lagos llenos de cenizas. Vemos llegar a los que estuvieron todo el día cargando piedras del este al oeste del campo. Les siguen los que estuvieron todo el día cargando piedras del oeste al este del campo. Ningún trabajo ya tiene sentido.
Tres niveles de literas de madera. Cientos de nosotros apilados los unos junto a los otros. Otros sobre los unos.
Las mejores literas son las que están cerca de las chimeneas, al menos en el invierno. Las peores son las del suelo. Amanece uno muerto de frío y cubierto de la diarrea de los de arriba.
Los Nazis están perdiendo la guerra. Lo saben ellos. Lo sabemos nosotros. Han ido quemando todo lo que pueden quemar. Dinamitan el crematorio tres. Aún así nos siguen matando.
Los rusos llegan a Birkenau.
Yo llego a Birkenau.
Las cámaras no parecen cámaras ni regaderas ni nada. En ellas hay fotografías de los niños muertos, de las mujeres muertas, de los hombres muertos, de las familias muertas.
Chimeneas destruídas.
Barracas en ruinas.
Torres de vigilancia y alambres de púas que ya no zumban.
Antes de salir de Birkenau rezamos kadish y cantamos Hatikva.
Mañana es la Marcha.