Escuchar a un testigo, te convierte en testigo.

—Elie Wiesel.

Transformaste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta, para que te cante y te glorifique, y no me quede callado.

—Salmo 30:11-12.

Arbeit macht frei.

—Letrero sobre la entrada a Auschwitz.

Llegamos.

Fuimos porque ir fue preciso.

Necesario.

Indispensable.

Ineludible.

Imposible faltar a celebrar la vida en aquel lugar donde morí más de un millón de veces.

Era una cita pactada hace tres cuartos de siglo.

Auschwitz-Birkenau es un campo dividido en dos. Los separan 3 kilómetros; los une una vía de tren.

Arbet macht frei. El trabajo libera.

A Auschwitz se viene a trabajar, a Birkenau se viene a morir. En Auschwitz no hay cámaras de gas ni crematorios ni fosas comunes. Esas están en Birkenau.

Auschwitz es el campo chico, es donde está la casa de Rudolf Höss, donde viven los oficiales de la SS.

Es también donde todavía está el cadalso, las dobles cercas de púas electrificadas, el pasillo que recorren los guardias y sus perros, las bestias y sus animales.

Es donde están las barracas de piedra que albergan a los presos que aún sirven para trabajar, el lugar donde la muerte se respira en el aire arrastrado por la brisa que llega de Birkenau, de sus chimeneas, de sus crematorios.

Antes de marchar recorremos algunos de los bloques. Vemos las fotografías tomadas por los Nazis para demostrar el buen trabajo que hacían. Las caras aterrorizadas, los cuerpos demacrados, los huesos que se asoman por debajo de la piel y los harapos.

En un bloque vemos pintadas en las paredes réplicas de los dibujos que hacían los niños en Auschwitz y Theresienstadt.

Vemos la industria de la muerte sistematizada. Una montaña de anteojos. Los miles de maletas. Una fosa completa de utensilios de cocina. Una ciudad entera de zapatos apilados. Un depósito de cabello.

Es el tesoro encontrado por los rusos en una bodega del campo. Treinta bodegas más fueron quemadas por los Nazis antes de la liberación.

Es el tesoro que parece decir ‘de algo servirán estos judíos‘. Es la economía de guerra. Todo sirve. Todo abona.

Auschwitz-Birkenau. Birkenau-Auschwitz. La fábrica de muerte. La Marcha de la Vida.

Hoy es la Marcha de la Vida.

Venimos de todos los rincones de la Tierra.

Contingentes de Austria, Argentina, Brazil, Bélgica, Estados Unidos, México, Francia, Sudáfrica, Australia, Israel, Polonia, Alemania, Rusia, Holanda, Chile, Marruecos; se me escapan los lugares de tantos.

Doce mil judíos marcharemos por la vida.

Hay un contingente grande de Japón. Japón, donde no hay ni ha habido presencia judía. Vienen a honrar a uno de los suyos. Chiune Sugihara, el único nipón Justo Entre las Naciones, salvó a seis mil judíos con escudos de papel y tinta. Era vice-cónsul en Lituania y estampó visas incluso en el tren de partida cuando es ordenado por su gobierno a regresar.

Nos formamos para marchar. Estamos detrás de la reja. El Arbet Macht Frei se lee al revés. Lo vemos desde adentro.

El sol brilla. El día es inusualmente caluroso. Estamos ahí una hora. Después media hora más.

Mi padre, mi hermana, yo y los doscientos judíos mexicanos somos los segundos de la fila.

Delante de nosotros marcharán algunos sobrevivientes y sus familias, y los Presidentes de Israel y Polonia. Si. El Presidente de Polonia marchará de Auschwitz a Birkenau con el de Israel y con todos nosotros.

Hay, también, 49 embajadores de distintos países ante las Naciones Unidas. Detrás de nosotros está el resto de los doce mil marchantes.

Escuchamos algunas palabras ininteligibles por los aparatos de sonido. Estamos impacientes.

Suena el shofar.

Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Suena de nuevo. Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Una vez más. Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Suena fuerte, suena claro.

Su canto nos recorre, nos envuelve, nos eriza la piel. Entra por nuestros oídos y resuena en nuestras almas y nos dice ‘Vivos. Estamos vivos.

Empieza la Marcha.

El ambiente es de fiesta, de celebración. Es como debe ser.

No tardan ni doscientos metros en mezclarse los contingentes. Una marea azul y blanca nos envuelve, nos arrastra, nos lleva, nos acompaña.

Miles de banderas de Israel. Miles de chamarras azules con el logo de la Marcha de la Vida. Se escucha el sabor de cientos de idiomas que hablan, que ríen, que cantan.

La inmensa mayoría son jóvenes de secundaria o preparatoria. Habemos adultos de mediana edad. También hay adultos mayores. Pero la Marcha es una Marcha joven, de jóvenes, para jóvenes.

Jóvenes que portan las camisetas de sus países. Jóvenes que visten las camisolas de sus tnuot. La Hashomer. La Habonim. El Bnei. Esas son las que vi. Jóvenes cantando las mismas canciones que cantaban los partisanos en el idioma que hemos hablado por más de cinco mil años en los acentos de todas las lenguas.

Hay en el perímetro de la Marcha gente que no es parte de la Marcha, gente que vino a vernos marchar y festejar con nosotros. Casi todos son polacos. Casi, pero no todos.

Antes del primer kilómetro hay un grupo de coreanos. Cantan porras en hebreo. Llevan pancartas en coreano, inglés y hebreo. Traen su bandera y la de Israel.

Más adelante hay un grupo de jóvenes alemanes. Traen su bandera en la mano, una estrella en el pecho con la leyenda ‘Juden‘.

Elementos de la policía polaca custodian la Marcha. Hay uniformados cada cincuenta o cien metros.

Miran hacia afuera. Vigilan hacia afuera. No miran hacia adentro. —Es para que no nos sintamos como nos sentíamos entonces, cuando los vigilados éramos nosotros, cuando miraban para adentro —me dice mi hermana.

Lo más conmovedor es una pequeña granja casi a la mitad del camino. En ella hay un par de niños polacos. Ondean la bandera de Polonia y la de Israel. Cantan porras en polaco. Nos saludan, nos dan la mano, festejan con nosotros.

Estamos cerca.

Frente a mi viene un señor entrado en años. Viene vestido de traje. La solapa de su saco lleva varias medallas militares rusas. Bueno, no rusas pero si rusas. Sus medallas son de la Unión Soviética, ese país que ya no existe, ese ejército que liberó éste campo.

No sé si él fue parte de ese ejercito. Le pregunté de qué eran las medallas. No me lo contestó.

A cada paso se apoya en un bastón. Su respiración es pesada. Le está costando trabajo. Aún así avanza.

Llegamos.

Habemos doce mil judíos en Birkenau. No alcanzamos a llenarlo ni poquito.

Otra vez judíos en Birkenau, pero hoy no hemos venido a morir.

Estamos aquí para vivir.

Vivir y reír.

Hay un escenario flanqueado de pantallas. En las pantallas aparecen viejas fotografías a blanco y negro de niños. Sus nombres suenan en las bocinas. Son una muestra del millón y medio de niños asesinados por los nazis.

El primer orador es un hombre que debe rondar los ochentas, tal vez los noventas.

Viene vestido a rayas, con el uniforme que llevaba cuando estuvo en éste campo. Detrás de él está parada una niña de no más de quince años. Ella lleva una replica del uniforme de él.

Nos cuenta.

Nos cuenta de como el olor de la muerte lo acompaña todos los días, todo el día. Toma un látigo en sus manos y nos cuenta de como un día los guardias lo golpeaban con uno igual. Nos narra que ese día no se murió, pero no por falta de ganas. —Cuando estas muerto ya no duele —nos dice.

Lo siguen el Presidente de Israel, después el de Polonia. Lo siguen. Ellos hablan después de él. Él abre el kavod.

Vienen otros oradores después de él.

Canciones también.

Y después nos levantamos todos y decimos kadish. En ese lugar de muerte, los vivos celebramos la vida honrando a los muertos.

Al despedirnos cantamos el Hatikva. Doce mil judíos, en Birkenau, cantando el Hatikva.

Los ojos se me llenan de lágrimas. La piel se me enchina. Canto a todo pulmón.

Lihyot am jofshi be’hartzeinu. Heretz tzion Yerushalaim.

לִהְיוֹת עַם חָפְשִׁי בְּאַרְצֵנוּ. אֶרֶץ צִיּוֹן וִירוּשָׁלַיִם

🎶Liiiii ot am jooooofffshi be e e hartzeeeinuuuu.🎶

🎶Heretz. Zion. Yeru shala a im.🎶

Aquí sigo. Aquí seguiremos.

Am Israel Jai.

1 comentario

Los comentarios están cerrados.

A %d blogueros les gusta esto: