Es difícil volver a escribir de muerte después de haber celebrado la vida. Los sentimientos se van atrofiando.
Ticochin podría ser el Tangamandapio de un Jaimito el Cartero polaco; un hermoso pueblito con crepúsculos arrebolados. Es una pequeña aldea del siglo XIX en la que parece no haber pasado el tiempo.
Las calles delgadas y empedradas. Las construcciones de uno y dos pisos, ninguna de ellas que pueda alcanzar siquiera la altura de la iglesia que es el edificio central, dominante, imponente que sirve de nexo para toda la vida de sus pobladores.
En Ticochin hay una sinagoga muy antigua. Tanto que los textos de los rezos están pintados en las paredes para que la congregación pueda seguirlos. Es de los tiempos en que Cracovia era un centro editorial importante para los judíos pero en Ticochin tener un libro era un lujo para ricos.
Judíos ricos. Esos judíos de los que, a pesar de los estereotipos, hubo apenas un puñado en Ticochin.
La comunidad de Ticochin no era especialmente prospera. Los trenes no pasaban por ahí. Las rutas comerciales tampoco. La poca industria que había era más bien del tipo casero.
En la sinagoga nos cuentan la historia y bailamos un mazal-tov en honor a un gran hombre.
Bailamos nosotros porque no hay nadie más que ahí pueda bailar o cantar.
Hoy, en Ticochin, ya no hay judíos. Ni judíos ricos. Ni judíos pobres. Ni un solo judío. El shtetl ya no es más.
Llegaron los nazis. Nos sacaron a la plaza. Mil setecientos de nosotros. Niños. Mujeres. Hombres. Todos. No quedó nadie.
Nos subieron a camiones y nos llevaron al bosque. No quedó nadie. Tampoco nadie alzó la voz. Nuestros vecinos de ayer, de siempre, se encogieron de hombros, se guardaron en sus casas, se hicieron de las nuestras. Ellos y nosotros sabíamos que esta sería la última vez que nos veríamos.
Subimos a los camiones. El trayecto no es tan largo, unos pocos kilómetros a penas.
Nos adentramos en el bosque. Cuando fuimos entonces era de noche. Cuando vamos hoy es de día. Es un lugar bellísimo. Árboles centenarios, altos, frondosos, delgados. Los pájaros cantan. La brisa sopla.
Llegamos a un claro.
En el claro hay tres cuadrados delimitados por cortas rejas como las que se usan para marcar un jardín. Los cuadrados son enormes. Tienen que serlo. Son las fosas de los mil setecientos muertos de Ticochin.
Asesinados a punta de pistola o rifle. Enterrados sin más.
Hemos venido a ver lo que no hay.
Solo un claro lleno de muerte rodeado de vida.
Decimos kadish, como lo hemos dicho todos los días en todos lados. He respondido mas kadish en ésta semana que en los últimos diez años. Los vivos de nuevo honramos a los muertos.
Nos vamos a Treblinka.
Ah, Treblinka.
Treblinka es hermoso. Es un bosque con un espacio escultórico precioso.
Unas piedras simulan una vía del tren. Las vías desembocan en una plancha que simula una estación. A unos metros se levanta un jardín con miles de enormes piedras que rodean un monumento inmenso al centro.
Si uno no supiera lo que fue Treblinka, lo que simbolizan las piedras, lo que estuvo y ya no está, sería un lugar de sueño para celebrar una boda, festejar un Bar-Mitzvah, organizar un día de campo familiar.
Treblinka era, junto a sus hermanos Belzec y Chelmno, campos de exterminio.
No eran campos de trabajo forzado. No eran de concentración y prisioneros de guerra. No producían nada más que ceniza.
A Treblinka lo montaron. En Treblinka asesinaron 800 mil judíos. Cumplida la misión, a Treblinka lo desmontaron.
Era un campo de propósito específico: matar a los judíos polacos. Lejos de todo. Donde no viera nadie. Donde no hubiera quien escuchara los gritos ni el llanto, ni respirara el olor a quemado, ni protestara, ni dijera pío.
Por eso la reja no tenía electricidad. No era necesaria.
El tren llegaba. El andén simulaba una estación de tren europea. Había un reloj que marcaba las seis. Había un restaurante. Había una taquilla. Todo era de utilería, pintados sobre paredes de madera.
En solo dos hora éramos procesados. Dos horas entre el tren y la chimenea.
Hoy en Treblinka no hay más que piedras con nombres de lugares, países, ciudades, aldeas de donde venían los muertos cuyo destino final fue ese bosque. Algunas de esas aldeas, como Ticochin, ya no tiene judíos. Otras ya ni siquiera existen.
Hay solo una piedra que lleva el nombre de una persona: la que honra la memoria de Janus Korczak y los doscientos huérfanos de Varsovia a los que acompañó en su ultimo viaje.
Un kadish más.
Emprendemos el camino hacia Varsovia.
Varsovia la verde, la bella, la casa de apenas mil judíos en el 2018.
Varsovia y su sinagoga donde recibimos el shabat con rezos, con risas, con cantos y danza.
Entonamos todos el rezo sobre el que descansa la judería toda:
SHEMAAAAAAAA ISRAEEEEEEEEL, ADONAY ELOHEU. ADONAY EJAAAAD.
SHEMAAAAAAAA ISRAEEEEEEEEL, ADONAY ELOHEU. ADONAY EJAAAAD.
Lo entonamos, lo rezamos juntos a todo pulmón.
Hemos venido a Polonia a decir algo más que plegarias.
Hemos venido a decir que aquí seguimos, que aquí seguiremos.