Diario de Marcha. Ocho días recorriendo el Holocausto.

En abril del 2018 pasé ocho días en Polonia recorriendo el Holocausto.

Ocho días en los que visité Varsovia y los rastros que quedan del ghetto, la fábrica de muerte en Auschwitz-Birkenau, la aldea de Ticochin dónde los vecinos ayudaron a deportar a los judíos al campo de exterminio, el sitio donde fue Treblinka y ahora solo queda un monumento y el campo de concentración llave en mano que está en Majdanek.

Por supuesto, llevé y publiqué en el Prietito un diario.

Éstas son las ocho entradas de ese diario para el que quiera leerlas todas juntas y dejo aquí las ligas de cada entrada para el que las quiera por separado.

Día uno. Preparativos.

Día dos. Varsovia y su ghetto.

Día Tres. Birkenau, la fábrica de muerte.

Día Cuatro. La Marcha.

Día Cinco. Ticochin, Treblinka y Shabat en Varsovia.

Día Seis. Shabat Shalom.

Día Siete. Majdanek, un campo llave en mano.

Día ocho. Llegar a Israel.

Día uno. Preparativos.

‘Y le contarás a tu hijo, diciendo: Hacemos esto por lo que Dios hizo conmigo cuando me sacó de Egipto. Y será como una señal sobre tu mano, y como un memorial delante de tus ojos, para que la ley de Dios esté en tu boca; por cuanto con mano fuerte te sacó Dios de Egipto. Por tanto, tú guardarás este rito en el tiempo año con año. ‘ —Éxodo 13:8-10

‘Mañana cuando te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué significan los testimonios y estatutos y decretos que Dios nos dio? entonces dirás a tu hijo: Nosotros éramos esclavos de Faraón en Egipto, y Dios nos sacó de Egipto con mano poderosa.

—Deuteronomio 6:20

Un día, tal vez dentro de algunos siglos, pero un día los judíos del mundo recordaremos y conmemoraremos el Holocausto como una de las grandes desgracias de nuestro pueblo y nuestra supervivencia y la creación del Estado de Israel como uno de los milagros revelados. Estará a la par de la historia del Éxodo y nuestra salida de Egipto; de Esther y el milagro de Purim; de la rebelión de los Macabeos y el milagro de Januca. Habrá una liturgia religiosa y sus días serán días de guardar. Algún día será así. Hoy no lo es.

Hoy son días cívicos y conmemoraciones laicas. Hoy se piensan como episodios históricos.

Hoy parto rumbo a la Marcha.

La Marcha.

Entre Auschwitz y Birkenau hay una vía de tren. Durante el Holocausto los judíos marchábamos sobre esa vía para ir del campo de concentración al de exterminio. Sabíamos que quienes emprendíamos ese camino no volveríamos más.

Esa vía marcaba el macabro camino de la Marcha de la Muerte.

Ya no.

Hoy esa vía marca el camino de la Marcha de la Vida.

La Marcha de la Vida. Ese acto de afirmación, de acción, de recuerdo, de vida.

Hoy algunos de los judíos del mundo nos reunimos ahí para marchar y decir “Aquí sigo, aquí seguiremos”.

Hoy parto rumbo a la Marcha con mi padre y con mi hermana para poder narrar en primera persona aquello que vivimos y que sobrevivimos.

Hoy, para no olvidar mañana. Hoy, para poder gritar NUNCA JAMÁS.

Hoy parto hacia la Marcha.

Día dos. Varsovia y su ghetto.

En mi imaginación Polonia es un lugar gris, cubierto de nieve y piedras; con árboles negros, pelones, sin hojas, forjados en filosas y puntiagudas estacas; calles bardeadas, destruidas, con cráteres en el piso y vidrios rotos en las fachadas cubiertas de graffiti. Alambre de púas rodeándolo todo.

Las imágenes que llegan a mi mente son de las fotografías a blanco y negro o sepia que he visto de la Guerra, del ghetto. Son también algunas, todas ellas apócrifas, de edificios y calles construidas en el estilo arquitectónico brutalista que mi cabeza siempre ha asociado con el comunismo y los países que estaban detrás de la cortina de hierro.

La realidad de Varsovia me toma por sorpresa. Varsovia es hermosa. Varsovia es verde, verdísima. También es rosa, azul, roja, blanca, amarilla, morada, vino, anaranjada, negra. La visten cientos de parques, la adornan miles de flores y luces de colores.

Es prácticamente nueva. Edificios modernos, avenidas amplias, calles limpias y bien pavimentadas, alumbrado público abundante, comercios por todos lados. Tiene el sabor de una Europa en movimiento y un olor a progreso y prosperidad.

También es donde hace menos de un siglo habíamos 400 mil de los 3 millones y medio de judíos que vivíamos en Polonia, donde hoy no vivimos ni siquiera diez mil.

Durante cuatro siglos Polonia fue el centro de la vida judía del mundo y Varsovia la segunda ciudad de la judería polaca.

Todo cambió en 1940.

Las paredes del Ghetto se alzaron ese año. Tres metros de ladrillo. Vidrio roto sobre la piedra. Púas encima del vidrio.

Hoy visité lo que queda de ese muro. Apenas una pared pequeña dentro del patio de una vecindad de clase media donde en éste día soleado se oía el cantar de algunos pájaros de ciudad.

El trazo sin sentido ni lógica, llegando al extremo de ser necesario un puente entre una sección y otra, separadas por la vía del tranvía.

Hoy solo quedan las vías y un cintillo que demarca donde estaba el muro.

Los judíos son sucios, dijeron. Los judíos son piojosos, dijeron. Los judíos son corruptores, dijeron. Los judíos son focos infecciosos, dijeron. Los judíos son sub-humanos, dijeron. Encerremos a los judíos para proteger a la sociedad, dijeron.

Dijeron. Esto y más los Nazis dijeron.

La mayoría de los Polacos de Varsovia escucharon lo que los Nazis dijeron.

Lo escucharon como lo escucharon de algunos de sus curas, de algunos de sus nobles y aristócratas, de algunos de sus vecinos y amigos. Lo escucharon con un guiño, con el ojo puesto en esa casa, esa tienda, ese puesto laboral, ese sitio en la universidad, esa deuda aún sin pago, esos cubiertos de plata, esas botas de cuero.

Lo escucharon a sabiendas y a pesar y porque Yankel y Ana y Berel y Malke y Sholem y Lydia era su vecino, su amiga, su abogado, su enfermera, su sastre, su maestra, su panadero, su actriz favorita.

Uno de cada tres habitantes de Varsovia éramos judíos.

Aún y así, a veces y aún por eso, se encogieron de hombros y asintieron con la cabeza cuando los Nazis nos encerraron en el ghetto.

El ghetto.

El ghetto donde la comida nunca era suficiente, donde más de cien mil niños, mujeres, ancianos, jóvenes, adultos morimos de inanición apenas el primer año.

Estamos enterrados en un cementerio inmenso con árboles pelones en plena primavera.

El ghetto donde habíamos más enfermos que medicinas, donde los huérfanos vivíamos como animales salvajes, hurgando en la basura, robando, matando por comida, un poco de agua limpia para aplacar la sed del día, una cobija, un par de zapatos. Vivíamos así si acaso una semana.

Aquí el sustento de nuestras familia lo traíamos las niñas de entre siete y nueve años que podíamos escabullirnos por los hoyos en la pared o los túneles bajo ella y salíamos a robar o contrabandear. Para nosotras era más fácil, no teníamos un pene circuncidado que pudieran revisar.

Igual, cuando nos sorprendían o nos denunciaban nuestra esperanza era que todo parara en una bala por la espalda. No todas teníamos esa suerte. Muchas fuimos el juguete de guardias y reos en la prisión Pawiak.

Habitábamos todos los unos con los otros. Una, dos, a veces hasta tres familias por habitación; hasta diez familias en una casa, en un apartamento.

Los afortunados vivíamos en los baños, donde a veces teníamos agua a la mano. Otros vivíamos en una recámara, en una sala, en un pasillo. Abuelos, padres, tíos, primos, hijos, nietos, sobrinos. Cuatro, siete, doce personas por habitación, tomando turnos para dormir, para comer, para besarnos, para reír o llorar.

Y con todo, vivíamos.

Teníamos escuelas. Teníamos cinco compañías teatrales. Teníamos sociedades de beneficencia y ayuda mutua. Teníamos lugares para rezar. Teníamos movimientos políticos. Teníamos escuelas. Teníamos un hospital en el que teníamos que elegir a quien curar y a quien dejar morir. Teníamos orfanatos como el de Janusz Korczak que prefirió acompañar a sus 200 huérfanos a Treblinka que dejarlos morir solos. No sólo eso, los preparó para ello.

Vivíamos.

Vivíamos, hasta que aún esa miserable vida era demasiado para los Nazis.

En julio de 1942 habíamos de reportarnos para deportación a la Umschlagplatz.

Al principio nos ofrecieron agua, pan y mermelada. Podíamos llevar una maleta. Nos aconsejaron llevar nuestros valores, papeles, fotos. Era una reubicación permanente. Era un viaje sin regreso.

Y lo era. El destino de los trenes que salían de la Umschlagplatz era Treblinka.

Treblinka.

Esa fábrica de muerte que tardaba sólo dos horas en procesarnos. Dos horas desde que bajábamos del tren hasta que salíamos por la chimenea.

Los valores que llevábamos y hasta el oro de nuestros dientes y el cabello de nuestras cabezas y la grasa de nuestros cuerpos habían sido contabilizados y destinados a la gloria del Tercer Reich y al bolsillo de nuestros verdugos.

Trescientos mil judíos fuimos llevados a la Umschlagplatz. A rastras, arrestados, cazados como ratas en los edificios, en los túneles, en los búnkeres, en las cloacas. Trescientos mil en un año.

Hoy la Umschlagplatz es un monumento a todos los que ahí tomamos el tren hacia la muerte.

Hasta que dijimos hasta aquí.

El 29 de abril de 1943 dijimos que no podíamos evitar la muerte, pero podíamos elegirla. 700 judíos de unas cuantas decenas de miles que quedábamos aún nos levantamos en armas.

Bueno, no exactamente. Nuestras armas eran algunas pistolas, pocos y preciados rifles, balas de distintos calibres que una vez agotadas el arma serviría solo de mazo, bombas incendiarias y minas caseras.

Con eso los Nazis, el ejército más poderoso del mundo, tardó menos en conquistar toda Polonia, llegar a París, hacerse de Dinamarca y Holanda de lo que tardó en destruir el ghetto.

Repelimos ataque tras ataque. La policía polaca, la SS, la Gestapo. Infantería. Artillería. Tanques. Todo menos la fuerza aérea. Tuvieron que bombardear e incendiar el ghetto, destruirlo todo y aún así dimos una última pelea en la que morimos como lo escogimos.

Nosotros los judíos dimos el ejemplo al mundo. Nosotros, los sub-humanos destruimos el mito del súper-hombre Nazi. Sangraban, ardían, morían frente a los hijos de Joshua, de David, de Deborah, de los Macabeos, de Bar Kochba.

El número 18 de la calle Milá era donde estaba el cuartel central de las Idishe Kampf Organizatsia. Desde ahí nuestro comandante Mordechai Anielewicz nos dirigía.

De ese edificio hoy ya nada queda. Nada. Es un lote vacío con un memorial en el centro.

Y con todo, aquí sigo, aquí seguiremos.

Día Tres. Birkenau, la fábrica de muerte.

Somos esclavos, privados de todo derecho, expuestos a cualquier insulto, condenados a una muerte segura, pero aún tenemos un poder, y debemos defenderlo con todas nuestras fuerzas, ya que es el último: el poder de negarles nuestro consentimiento. —Primo Levi.

Quienes estuvimos ahí, no podemos salir. Quienes no estuvieron ahí, no pueden entrar. —Primo Levi.

Estuve en Birkenau. No estuve en Birkenau. Birkenau.

Birkenau, mejor conocido por su primer nombre: Auschwitz. Auschwitz-Birkenau.

Birkenau. Una fábrica cuyas utilidades se cuentan no en lo que produce sino en lo que destruye.

Entré hoy por la misma puerta que entré entonces. La misma vía. La misma plaza.

Hoy fui escogido para la vida. Un millón de ayeres lo fui para la muerte.

Hoy salí caminando, otras veces por la chimenea. Salí con vida de ese templo de la muerte.

Llegábamos en vagones de carga. Días, semanas, sin comida, sin agua, sin poder movernos ni sentarnos. Cubiertos en nuestro sudor, nuestro vómito, nuestra orina, nuestra mierda. Rodeados de nuestra muerte.

En la rampa de día, de noche, bajo el rayo del sol quemante, sobre la nieve, el viento cortándonos la piel, la lluvia colándose por nuestros poros.

La rampa donde guardias vestidos de negro nos gritan en un idioma que no entendemos órdenes que no comprendemos.

La rampa donde nos ladran los perros.

La rampa donde la derecha significa la muerte inmediata. Donde la izquierda significa la muerte mañana.

Vemos las barracas. La vista no nos alcanza para ver tantas barracas. Barracas rodeadas de alambres de púas que zumban con la corriente eléctrica que las recorre.

Llegamos a las regaderas. Los esqueletos uniformados a rayas no se atreven a mirarnos a los ojos.

Nos quitan la ropa. Ropa. Harapos, apenas. Zapatos viejos, agujerados, abiertos, sin suelas.

Entramos apretados a las regaderas. Cierran las puertas. Esperamos el agua. Lo que sale es gas. Los más afortunados morimos de inmediato. Los menos tardamos veinte minutos.

Los sondercomandos entramos por los cuerpos. Los revisamos. Buscamos en sus bocas, sus vaginas, sus anos. A veces encontramos una moneda, una piedra, un día, una semana de vida.

Desinfectamos la ropa.

Apilamos los cuerpos en los crematorios.

Tardamos más en quemar a nuestros hermanos que el gas en matarlos.

Un día haremos estallar el crematorio cuatro. Las mujeres de la fábrica de pólvora llevan un año sacando de apoco un dedal, lo que cabe en los pliegues de una falda, lo que alcanzan a rociar en sus cabellos.

Un año. La bomba estalla. El crematorio queda inservible. Los alemanes están furiosos. Darán con ellas. Las colgarán apenas tres semanas antes de que los rusos lleguen a liberar el campo.

Volvemos a las barracas. Pasamos por los lagos llenos de cenizas. Vemos llegar a los que estuvieron todo el día cargando piedras del este al oeste del campo. Les siguen los que estuvieron todo el día cargando piedras del oeste al este del campo. Ningún trabajo ya tiene sentido.

Tres niveles de literas de madera. Cientos de nosotros apilados los unos junto a los otros. Otros sobre los unos.

Las mejores literas son las que están cerca de las chimeneas, al menos en el invierno. Las peores son las del suelo. Amanece uno muerto de frío y cubierto de la diarrea de los de arriba.

Los Nazis están perdiendo la guerra. Lo saben ellos. Lo sabemos nosotros. Han ido quemando todo lo que pueden quemar. Dinamitan el crematorio tres. Aún así nos siguen matando.

Los rusos llegan a Birkenau.

Yo llego a Birkenau.

Las cámaras no parecen cámaras ni regaderas ni nada. En ellas hay fotografías de los niños muertos, de las mujeres muertas, de los hombres muertos, de las familias muertas.

Chimeneas destruídas.

Barracas en ruinas.

Torres de vigilancia y alambres de púas que ya no zumban.

Antes de salir de Birkenau rezamos kadish y cantamos Hatikva.

Mañana es la Marcha.

Día Cuatro. La Marcha.

Escuchar a un testigo, te convierte en testigo.

—Elie Wiesel.

Transformaste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta, para que te cante y te glorifique, y no me quede callado.

—Salmo 30:11-12.

Arbeit macht frei.

—Letrero sobre la entrada a Auschwitz.

Llegamos.

Fuimos porque ir fue preciso.

Necesario.

Indispensable.

Ineludible.

Imposible faltar a celebrar la vida en aquel lugar donde morí más de un millón de veces.

Era una cita pactada hace tres cuartos de siglo.

Auschwitz-Birkenau es un campo dividido en dos. Los separan 3 kilómetros; los une una vía de tren.

Arbet macht frei. El trabajo libera.

A Auschwitz se viene a trabajar, a Birkenau se viene a morir. En Auschwitz no hay cámaras de gas ni crematorios ni fosas comunes. Esas están en Birkenau.

Auschwitz es el campo chico, es donde está la casa de Rudolf Höss, donde viven los oficiales de la SS.

Es también donde todavía está el cadalso, las dobles cercas de púas electrificadas, el pasillo que recorren los guardias y sus perros, las bestias y sus animales.

Es donde están las barracas de piedra que albergan a los presos que aún sirven para trabajar, el lugar donde la muerte se respira en el aire arrastrado por la brisa que llega de Birkenau, de sus chimeneas, de sus crematorios.

Antes de marchar recorremos algunos de los bloques. Vemos las fotografías tomadas por los Nazis para demostrar el buen trabajo que hacían. Las caras aterrorizadas, los cuerpos demacrados, los huesos que se asoman por debajo de la piel y los harapos.

En un bloque vemos pintadas en las paredes réplicas de los dibujos que hacían los niños en Auschwitz y Theresienstadt.

Vemos la industria de la muerte sistematizada. Una montaña de anteojos. Los miles de maletas. Una fosa completa de utensilios de cocina. Una ciudad entera de zapatos apilados. Un depósito de cabello.

Es el tesoro encontrado por los rusos en una bodega del campo. Treinta bodegas más fueron quemadas por los Nazis antes de la liberación.

Es el tesoro que parece decir ‘de algo servirán estos judíos‘. Es la economía de guerra. Todo sirve. Todo abona.

Auschwitz-Birkenau. Birkenau-Auschwitz. La fábrica de muerte. La Marcha de la Vida.

Hoy es la Marcha de la Vida.

Venimos de todos los rincones de la Tierra.

Contingentes de Austria, Argentina, Brazil, Bélgica, Estados Unidos, México, Francia, Sudáfrica, Australia, Israel, Polonia, Alemania, Rusia, Holanda, Chile, Marruecos; se me escapan los lugares de tantos.

Doce mil judíos marcharemos por la vida.

Hay un contingente grande de Japón. Japón, donde no hay ni ha habido presencia judía. Vienen a honrar a uno de los suyos. Chiune Sugihara, el único nipón Justo Entre las Naciones, salvó a seis mil judíos con escudos de papel y tinta. Era vice-cónsul en Lituania y estampó visas incluso en el tren de partida cuando es ordenado por su gobierno a regresar.

Nos formamos para marchar. Estamos detrás de la reja. El Arbet Macht Frei se lee al revés. Lo vemos desde adentro.

El sol brilla. El día es inusualmente caluroso. Estamos ahí una hora. Después media hora más.

Mi padre, mi hermana, yo y los doscientos judíos mexicanos somos los segundos de la fila.

Delante de nosotros marcharán algunos sobrevivientes y sus familias, y los Presidentes de Israel y Polonia. Si. El Presidente de Polonia marchará de Auschwitz a Birkenau con el de Israel y con todos nosotros.

Hay, también, 49 embajadores de distintos países ante las Naciones Unidas. Detrás de nosotros está el resto de los doce mil marchantes.

Escuchamos algunas palabras ininteligibles por los aparatos de sonido. Estamos impacientes.

Suena el shofar.

Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Suena de nuevo. Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Una vez más. Tuuuuuuu / tu tu tu / Tuuuuuuu.

Suena fuerte, suena claro.

Su canto nos recorre, nos envuelve, nos eriza la piel. Entra por nuestros oídos y resuena en nuestras almas y nos dice ‘Vivos. Estamos vivos.

Empieza la Marcha.

El ambiente es de fiesta, de celebración. Es como debe ser.

No tardan ni doscientos metros en mezclarse los contingentes. Una marea azul y blanca nos envuelve, nos arrastra, nos lleva, nos acompaña.

Miles de banderas de Israel. Miles de chamarras azules con el logo de la Marcha de la Vida. Se escucha el sabor de cientos de idiomas que hablan, que ríen, que cantan.

La inmensa mayoría son jóvenes de secundaria o preparatoria. Habemos adultos de mediana edad. También hay adultos mayores. Pero la Marcha es una Marcha joven, de jóvenes, para jóvenes.

Jóvenes que portan las camisetas de sus países. Jóvenes que visten las camisolas de sus tnuot. La Hashomer. La Habonim. El Bnei. Esas son las que vi. Jóvenes cantando las mismas canciones que cantaban los partisanos en el idioma que hemos hablado por más de cinco mil años en los acentos de todas las lenguas.

Hay en el perímetro de la Marcha gente que no es parte de la Marcha, gente que vino a vernos marchar y festejar con nosotros. Casi todos son polacos. Casi, pero no todos.

Antes del primer kilómetro hay un grupo de coreanos. Cantan porras en hebreo. Llevan pancartas en coreano, inglés y hebreo. Traen su bandera y la de Israel.

Más adelante hay un grupo de jóvenes alemanes. Traen su bandera en la mano, una estrella en el pecho con la leyenda ‘Juden‘.

Elementos de la policía polaca custodian la Marcha. Hay uniformados cada cincuenta o cien metros.

Miran hacia afuera. Vigilan hacia afuera. No miran hacia adentro. —Es para que no nos sintamos como nos sentíamos entonces, cuando los vigilados éramos nosotros, cuando miraban para adentro —me dice mi hermana.

Lo más conmovedor es una pequeña granja casi a la mitad del camino. En ella hay un par de niños polacos. Ondean la bandera de Polonia y la de Israel. Cantan porras en polaco. Nos saludan, nos dan la mano, festejan con nosotros.

Estamos cerca.

Frente a mi viene un señor entrado en años. Viene vestido de traje. La solapa de su saco lleva varias medallas militares rusas. Bueno, no rusas pero si rusas. Sus medallas son de la Unión Soviética, ese país que ya no existe, ese ejército que liberó éste campo.

No sé si él fue parte de ese ejercito. Le pregunté de qué eran las medallas. No me lo contestó.

A cada paso se apoya en un bastón. Su respiración es pesada. Le está costando trabajo. Aún así avanza.

Llegamos.

Habemos doce mil judíos en Birkenau. No alcanzamos a llenarlo ni poquito.

Otra vez judíos en Birkenau, pero hoy no hemos venido a morir.

Estamos aquí para vivir.

Vivir y reír.

Hay un escenario flanqueado de pantallas. En las pantallas aparecen viejas fotografías a blanco y negro de niños. Sus nombres suenan en las bocinas. Son una muestra del millón y medio de niños asesinados por los nazis.

El primer orador es un hombre que debe rondar los ochentas, tal vez los noventas.

Viene vestido a rayas, con el uniforme que llevaba cuando estuvo en éste campo. Detrás de él está parada una niña de no más de quince años. Ella lleva una replica del uniforme de él.

Nos cuenta.

Nos cuenta de como el olor de la muerte lo acompaña todos los días, todo el día. Toma un látigo en sus manos y nos cuenta de como un día los guardias lo golpeaban con uno igual. Nos narra que ese día no se murió, pero no por falta de ganas. —Cuando estas muerto ya no duele —nos dice.

Lo siguen el Presidente de Israel, después el de Polonia. Lo siguen. Ellos hablan después de él. Él abre el kavod.

Vienen otros oradores después de él.

Canciones también.

Y después nos levantamos todos y decimos kadish. En ese lugar de muerte, los vivos celebramos la vida honrando a los muertos.

Al despedirnos cantamos el Hatikva. Doce mil judíos, en Birkenau, cantando el Hatikva.

Los ojos se me llenan de lágrimas. La piel se me enchina. Canto a todo pulmón.

Lihyot am jofshi be’hartzeinu. Heretz tzion Yerushalaim.

לִהְיוֹת עַם חָפְשִׁי בְּאַרְצֵנוּ. אֶרֶץ צִיּוֹן וִירוּשָׁלַיִם

🎶Liiiii ot am jooooofffshi be e e hartzeeeinuuuu.🎶

🎶Heretz. Zion. Yeru shala a im.🎶

Aquí sigo. Aquí seguiremos.

Am Israel Jai.

Día Cinco. Ticochin, Treblinka y Shabat en Varsovia.

Es difícil volver a escribir de muerte después de haber celebrado la vida. Los sentimientos se van atrofiando.

Ticochin podría ser el Tangamandapio de un Jaimito el Cartero polaco; un hermoso pueblito con crepúsculos arrebolados. Es una pequeña aldea del siglo XIX en la que parece no haber pasado el tiempo.

Las calles delgadas y empedradas. Las construcciones de uno y dos pisos, ninguna de ellas que pueda alcanzar siquiera la altura de la iglesia que es el edificio central, dominante, imponente que sirve de nexo para toda la vida de sus pobladores.

En Ticochin hay una sinagoga muy antigua. Tanto que los textos de los rezos están pintados en las paredes para que la congregación pueda seguirlos. Es de los tiempos en que Cracovia era un centro editorial importante para los judíos pero en Ticochin tener un libro era un lujo para ricos.

Judíos ricos. Esos judíos de los que, a pesar de los estereotipos, hubo apenas un puñado en Ticochin.

La comunidad de Ticochin no era especialmente prospera. Los trenes no pasaban por ahí. Las rutas comerciales tampoco. La poca industria que había era más bien del tipo casero.

En la sinagoga nos cuentan la historia y bailamos un mazal-tov en honor a un gran hombre.

Bailamos nosotros porque no hay nadie más que ahí pueda bailar o cantar.

Hoy, en Ticochin, ya no hay judíos. Ni judíos ricos. Ni judíos pobres. Ni un solo judío. El shtetl ya no es más.

Llegaron los nazis. Nos sacaron a la plaza. Mil setecientos de nosotros. Niños. Mujeres. Hombres. Todos. No quedó nadie.

Nos subieron a camiones y nos llevaron al bosque. No quedó nadie. Tampoco nadie alzó la voz. Nuestros vecinos de ayer, de siempre, se encogieron de hombros, se guardaron en sus casas, se hicieron de las nuestras. Ellos y nosotros sabíamos que esta sería la última vez que nos veríamos.

Subimos a los camiones. El trayecto no es tan largo, unos pocos kilómetros a penas.

Nos adentramos en el bosque. Cuando fuimos entonces era de noche. Cuando vamos hoy es de día. Es un lugar bellísimo. Árboles centenarios, altos, frondosos, delgados. Los pájaros cantan. La brisa sopla.

Llegamos a un claro.

En el claro hay tres cuadrados delimitados por cortas rejas como las que se usan para marcar un jardín. Los cuadrados son enormes. Tienen que serlo. Son las fosas de los mil setecientos muertos de Ticochin.

Asesinados a punta de pistola o rifle. Enterrados sin más.

Hemos venido a ver lo que no hay.

Solo un claro lleno de muerte rodeado de vida.

Decimos kadish, como lo hemos dicho todos los días en todos lados. He respondido mas kadish en ésta semana que en los últimos diez años. Los vivos de nuevo honramos a los muertos.

Nos vamos a Treblinka.

Ah, Treblinka.

Treblinka es hermoso. Es un bosque con un espacio escultórico precioso.

Unas piedras simulan una vía del tren. Las vías desembocan en una plancha que simula una estación. A unos metros se levanta un jardín con miles de enormes piedras que rodean un monumento inmenso al centro.

Si uno no supiera lo que fue Treblinka, lo que simbolizan las piedras, lo que estuvo y ya no está, sería un lugar de sueño para celebrar una boda, festejar un Bar-Mitzvah, organizar un día de campo familiar.

Treblinka era, junto a sus hermanos Belzec y Chelmno, campos de exterminio.

No eran campos de trabajo forzado. No eran de concentración y prisioneros de guerra. No producían nada más que ceniza.

A Treblinka lo montaron. En Treblinka asesinaron 800 mil judíos. Cumplida la misión, a Treblinka lo desmontaron.

Era un campo de propósito específico: matar a los judíos polacos. Lejos de todo. Donde no viera nadie. Donde no hubiera quien escuchara los gritos ni el llanto, ni respirara el olor a quemado, ni protestara, ni dijera pío.

Por eso la reja no tenía electricidad. No era necesaria.

El tren llegaba. El andén simulaba una estación de tren europea. Había un reloj que marcaba las seis. Había un restaurante. Había una taquilla. Todo era de utilería, pintados sobre paredes de madera.

En solo dos hora éramos procesados. Dos horas entre el tren y la chimenea.

Hoy en Treblinka no hay más que piedras con nombres de lugares, países, ciudades, aldeas de donde venían los muertos cuyo destino final fue ese bosque. Algunas de esas aldeas, como Ticochin, ya no tiene judíos. Otras ya ni siquiera existen.

Hay solo una piedra que lleva el nombre de una persona: la que honra la memoria de Janus Korczak y los doscientos huérfanos de Varsovia a los que acompañó en su ultimo viaje.

Un kadish más.

Emprendemos el camino hacia Varsovia.

Varsovia la verde, la bella, la casa de apenas mil judíos en el 2018.

Varsovia y su sinagoga donde recibimos el shabat con rezos, con risas, con cantos y danza.

Entonamos todos el rezo sobre el que descansa la judería toda:

SHEMAAAAAAAA ISRAEEEEEEEEL, ADONAY ELOHEU. ADONAY EJAAAAD.

SHEMAAAAAAAA ISRAEEEEEEEEL, ADONAY ELOHEU. ADONAY EJAAAAD.

Lo entonamos, lo rezamos juntos a todo pulmón.

Hemos venido a Polonia a decir algo más que plegarias.

Hemos venido a decir que aquí seguimos, que aquí seguiremos.

Día Seis. Shabat Shalom.

Santificarás el Sábado.

—Tercer Mandamiento.

Shabat Shalom.

Dos palabras que encierran tanto del judaísmo.

Así nos saludamos. Así nos despedimos. Así damos la bienvenida al sábado. Eso nos deseamos los unos a los otros después de bendecir el vino, pero antes de partir y compartir el pan.

Shabat Shalom.

Es, más que otra cosa, un deseo de descanso y de paz.

Eso fue para mi.

Levantarme dos horas más tarde sin correr al desayuno para poder iniciar el trayecto a algún campo.

Recorrer el Museo Polin y sus mil años de presencia judía en Polonia a mi paso, a mis anchas, sin prisa.

Compartir con nuevos pero entrañables amigos una comida de lujo y no el sándwich de ensalada de patatas, la manzana y el plátano de todos los días.

Caminar con mi padre y mi hermana por las calles del casco viejo de Varsovia, admirando la arquitectura comunista traída a valor presente en la Polonia capitalista.

Disfrutar de un café en la plaza mientras un músico callejero toca jazz en su saxofón.

Descubrir que al taxista le gusta el regeaton y con mi hermana cantar (bueno, washawashear) Despacito a todo pulmón

Descansar con paz de los campos, del dolor, de la furia, de enfrentarme de golpe con lo que fue capaz de hacer el hombre contra el hombre.

Shabat Shalom.

Día Siete. Majdanek, un campo llave en mano.

Señora ama de casa, señora ama de hogar. Damita. Caballero. Llévelo, llévelo.

Bonito campo de exterminio listo para usarse.

Una lata de Zyklon B. Un poco de leña. Un cerillo. Con eso tiene usted para echarlo a andar.

En el corazón de la Unión Europea, éste campo de exterminio llave en mano tiene una ubicación privilegiada.

¿Es usted un dictador genocida? ¿Está usted en búsqueda de una solución final para ese pueblo incómodo?

No sufra más. Majdanek es lo que usted necesita.

Las barracas de madera hasta con literas. Los pasillos de doble alambre de púas listos para que usted eche a andar la electricidad.

Mire usted las dos cámaras de gas.

Esos techos bajos manchados de azul.

Las puertas herméticas de hierro, con los cerrojos aceitados.

Cuentan con instalación híbrida para Zyklon B o, si Bayer no se lo surte por aquello de la prohibición internacional, dióxido de carbono que puede usted conectar del escape de camión que traiga a sus víctimas.

Pase por aquí al crematorio, está chulo de bonito.

Vea nomás qué obra de ingeniería.

Puede usted operarlo con leña o gas LP.

Está equipado con tuberías que transportan el calor de un horno al otro para la conservación del calor.

La inmensa chimenea que se ve desde kilómetros a la redonda es un excelente sistema de dispersión de las cenizas producto de los cuerpos incinerados.

Además, venga usted por aquí. Vea que chulada, admire esta belleza.

Esto es solo para genocidas de gustos refinados, para expertos, para conocedores; nada de novatos. Mire usted, sus ojos no le engañan.

Eso que ve dentro del crematorio es una bañera. Así es, damita, caballero: una auténtica bañera cuya agua se calienta en las mismas pipas que los hornos.

¿Dónde más va usted a poder tomar un exquisito baño caliente al tiempo que se consumen los cuerpos recién asesinados en su propio campo, eh? ¿Eh? Dígame usted dónde.

Créame, no hay otro campo como Majdanek en el mundo.

¿Qué dice usted? ¿Que qué es ese círculo de piedra gigante lleno de cenizas junto al crematorio?

Ah, déjeme le digo.

Ese es el adorno más conocido de éste campo. Es de renombre mundial. De renombre mundial, le aseguro.

Al interior hay toneladas de cenizas de judíos que fueron quemados aquí. Los comunistas fueron y reunieron todas las cenizas que encontraron en los alrededores y las depositaron aquí.

Es más.

Échele usted un ojo a la leyenda inscrita en el cenicero:

Que nuestro destino sea el ejemplo para las nuevas generaciones“.

¿No le parece a usted increíble? ¿No es un ejemplo a seguir?

Caray, que bueno que si se anima usted a comprarlo.

¿Cómo quiere usted pagar? Somos flexibles. Le aceptamos pago en especie, si quiere.

¿Petróleo? ¿Uranio? ¿Diamantes de sangre? ¿Esclavos sexuales? ¿Esclavos de trabajo? ¿Maderas preciosas? ¿Agua? ¿Armas? Usted diga.

¿Sanciones de la ONU, dice usted? No’mbre. Usted de eso ni se apure. Venga, acérquese, déjeme contarle un secreto al oído.

El genocidio al mundo le vale madre. Madre. ¿Me oye usted? Madre.

Mire: después del Holocausto judío todos los pueblos y naciones agacharon la cabeza y dijeron entre sollozos “Nunca jamás“.

Después se secaron las lágrimas y volvieron al negocio de la muerte.

La Unión Soviética. Rwanda. Etiopía. Cambodia. Guatemala. Bosnia. Armenia. Anfal. Bangladesh. Timor. Darfur. Nanking. China. Tibet. Ukrania. Los Kurdos. Los Drusos. La guerra civil Siria.

¿Qué le hace una raya más al tigre? Ande. Anímese.

Día ocho. Llegar a Israel.

הר הבית בידינו

‎Har HaBayit BeYadeinu

El Monte del Templo está en nuestras manos.

—Mordejai Gur

Llegamos a Israel. Llegamos de noche, rayando la mañana. Emprendemos la carrera contra el sol para llegar al Muro al amanecer.

El Monte del Templo está en nuestras manos.”

Esas fueron las palabras del General Mordejai ‘Motta’ Gur cuando informaba por radio que había tomado el Monte del Templo al comando central militar en la Guerra de 1967.

El Monte del Templo está en nuestras manos. El Muro está frente a nosotros.

No creo que haya sido planeado así, pero para mi el simbolismo es fuertísimo.

Salimos de las sombras, de la tiniebla, de los campos, de la muerte y emprendemos el camino hacia la luz, hacia la vida, hacia ese centro de la vida judía que es el Muro hasta para los judíos recalcitrantemente laicos como yo.

Cuando terminó nuestra visita a Majdanek leí para el grupo mi texto Aquí sigo, aquí seguiremos . Lo escribí hace cinco años para conmemorar el día del Holocausto.

Entonces su escritura y ahora su lectura fueron actos de dignidad y desafío.

Dignidad y desafío. Es lo único que de los campos queda en mi corazón. Quedó saturado de tristeza.

—Vámonos. Vámonos a Israel.

Esas fueron las palabras con las que clausuramos la parte polaca de la marcha.

Y nos fuimos.

De Majdanek emprendimos el camino directo al aeropuerto, subimos al avión, volamos a Israel.

Desembarcamos del avión por una escalera a la pista.

Mis pies tocan el suelo y siento un escalofrío que me recorre el cuerpo.

Lihyot am jofshi be’hartzeinu.

Heretz tzion Yerushalaim.

Vencimos al sol, llegamos antes del amanecer pero el día ya viene aclarando.

Los pájaros cantan y nos dan la bienvenida.

El sol se va asomando detrás del Muro, pintando de dorado todo lo que va besando con sus rayos.

Nos reunimos todos frente al Muro y entonamos Shejiyanu.

בָּרוּךְ אַתָּה יְיָ אֱלֹהֵֽינוּ מֶֽלֶךְ הָעוֹלָם שֶׁהֶחֱיָנוּ וְקִיְּמָנוּ וְהִגִּיעָנוּ לזְּמַן הַזֶּה.

Baruch atah Adonai, Eloheinu Melech haolam, shejiyanu, v’kiy’manu, v’higianu laz’man hazeh.

Bendito eres tu Dios, Rey del mundo, que nos has dado vida y nos has dado sustento, y nos has ayudado a llegar a este tiempo.

— Talmud (Berachot 54a, Pesakhim 7b, Sukkah 46a); plegaria Shejiyanu

La última vez que mi papá, mi hermana y yo no estuvimos juntos aquí fue hace 28 años. Hoy nuevamente nos abrazamos frente al Muro.

Heretz. Tzion. Yerushalaim.

Nos separamos. Mi hermana va al lado de las mujeres. Mi papá y yo al de los hombres.

No soy un hombre religioso, soy más bien recalcitrantemente laico. Hay días, casi todos, en los que me cuesta trabajo creer. Hoy no es uno de esos. Hoy me acerco al Muro y, recargado sobre él, rezo: Shema Israel, Adonay Elohenu, Adonay ejad.

Lo digo ahí, lo digo así, no porque ahí está el Muro, sino porque ahí estoy yo.

El estar en el Muro me emociona no porque sienta yo una presencia divina especial ni mucho menos. Después de todo, el Muro no es otra cosa que un trozo de la muralla perimetral del complejo que alguna vez, hace casi dos mil años, albergó el Segundo Templo.

El Muro es eso, un muro.

Pero el Muro es más que un muro.

El Muro es el corazón de la judería mundial. Es el punto central sobre el que gira la identidad de cada judío, los creyentes y los no.

El Muro es la representación física de la frase Am Israel Jai.

El Muro se va llenando. Venimos los que venimos a rezar siempre. Venimos los que nunca hemos venido. Venimos los que aquí vivimos. Venimos los que vivimos lejos.

Venimos y cantamos y rezamos y lloramos y celebramos y lamentamos y bailamos y …:

Venimos.

Desde los campos de la muerte, desde esas fábricas de tristeza y desolación, desde caminar por los senderos de la muerte, venimos.

Venimos.

Venimos a Israel. Llegamos a Israel. Estamos en Israel. Somos todos Israel.

Am Israel Jai.

Published by Alberto Mansur

For over 20 years he was a lawyer advising corporations, human rights and humanitarian aid non-profits, and foreign clandestine services. Only the Dead Know Peace is his debut novel for the English-speaking market. His first novel, LO QUE MATA NO ES LA BALA, was published in Mexico and named noir book of the year. He leads the US west coast chapter of a global humanitarian aid and disaster relief non-profit. He lives and surfs in California.

2 thoughts on “Diario de Marcha. Ocho días recorriendo el Holocausto.

  1. Híjole Alberto. Y los demás nos encogimos de hombros y guardábamos silencio y guardamos silencio y nunca existió porque no nos conviene que existiese y que exista. Tus palabras calan hondo, ahí donde deben de calar: en la conciencia.

    Gracias por publicar este texto. Lo guardaré y lo volveré a leer, porque al leerlo lo único que yo puedo sentir es que “todos somos Israel” pero solo algunos queremos marchar hacia la vida en un campo lleno de muerte.

    Saludos.

    Juan Hinojosa Cortina

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